El cielo negro.
Islas que vuelan lejos,
cuidando el mar.
Poema tallado en una roca perdida en el océano, sin autor.
La vida en lo alto de las islas flotantes luce totalmente diferente a la que tiene lugar en tierra firme. Ahí arriba viven las cuatro grandes familias que controlan todo lo demás, colocadas en la cima por ser las herederas de las Antiguas, por orden divino, o eso dicen.
Cada uno de los clanes tiene su propia isla flotante: la más frondosa y verde es la de los Grim; aquella de la que emanan hermosas e imponentes cascadas de agua dulce pertenece a los Sena; la más pequeña es habitada por los Beem y, en la última, sin nada que destacar, se encuentran los Connor. Las cuatro islas están unidas por puentes que, al igual que las extensiones de tierra, flotan en el firmamento. Existe una quinta isla, justo en el centro de las otras, también conectada al resto, donde se ubica el capitolio. Estas maravillas se mantienen a flote gracias al todopoderoso Cáliz, que se encuentra perfectamente alineado con la isla central, aunque a varios metros de profundidad. Realmente ni las propias familias que viven en las islas saben cómo estas se mantenían desafiando las alturas, pero era algo tan natural que no solían pensar en ello.
En efecto, en los cielos no reparaban en las almas que les proveían de su riqueza y poder. De hecho, solo comenzaron a preguntarse si algo había pasado por los barrios bajos cuando empezó a escasear el atún rojo en las mesas de los Sena. La respuesta fue obtenida casi de inmediato.
— Lamentamos las molestias, señora. La nave que mejor pesca lograba naufragó hace unos días y el atún rojo escasea… — Explicaba la misma mujer de uniforme que esa mañana había informado a Margot de la muerte de Luna, antes de que Clara Sena cortara el relato, como si de una excusa se tratase.
— Chorradas, querida. Tenemos los mejores barcos jamás construidos, todos ellos de aleaciones impenetrables y con los mejores sistemas de navegación que podrían desear esos marineros mediocres. — Dijo con cierto hastío la señora Sena —. Es más, si una de mis naves ha naufragado es que su capitana no tenía la capacidad de manejarla. Tendrá que pagar cada crédito que cueste la reparación con su propio salario — sentenció, indignada, a la vez que miraba a la mujer de uniforme con aires de grandeza.
— Han muerto todas, señora. — Agregó en voz baja la mujer de uniforme.
— Habla más alto, niña, no puedo oírte bien. — Y era cierto, Clara Sena tenía setenta y cuatro años y sus oídos no eran los mejores.
Atendiendo a la petición, la mujer de uniforme subió el tono para repetir sus palabras
— ¡Han muerto todas! — Gritó y tomó aire para continuar —, la embarcación era de pino, sin tecnología de la isla, solo instrumentos del viejo mundo, señora.
— ¿Quién estaba al tanto de esto? ¿Desde cuándo se da autorización para construir cualquier cosa que pueda escapar al control del Cáliz? — La señora Sena, matriarca del clan, estaba indignada, comenzaba a faltarle el aire cuando convocó de urgencia un claustro en el capitolio.
Abrió su abanico y continuó.
— Gracias, niña, puedes retirarte. — Le dijo Clara Sena a la mujer de uniforme, que salió de la sala por una puerta lateral.
No era común convocar un claustro, al menos no lo era desde hacía treinta años o quizás algo más. Al enterarse de la urgencia de la señora Sena, las restantes matriarcas entraron en pánico. Las casas de los aires estaban inquietas, preguntándose qué narices había pasado. La novedad era tal que las representantes de cada casa llegaron al majestuoso capitolio media hora antes de lo acordado; en Sorah nunca sucedía nada interesante a ojos de las matriarcas. El claustro comenzó a la hora acordada, con Clara Sena explicando la urgencia de aquella reunión a las tres señoras deseosas por conocer el motivo de sus prisas.
— Las reglas de Sorah han sido violadas por las sombras de nuestras islas — solían referirse a las familias de tierra firme con esa expresión —, tecnología antigua ha estado siendo empleada para la pesca. — Una pausa tensa el ambiente de la majestuosa sala —. Si ninguna de ustedes estaba al tanto de esto que calle — no puede evitar ir elevando el tono mientras habla —, mas si tenían noticias de un navío construido en madera de pino y sin conexión al Cáliz, díganlo en viva voz para ser todas testigos de la traición.
El silencio en la sala es sepulcral. A estas horas de la noche, solo se alcanza a oír el silbido del viento azotando los grandes acantilados y el murmullo de los pinos, que bailan bajo las estrellas, con cuidado de no resbalar al vacío.
— Atendiendo a la mudez de la sala, asumo que la construcción del navío fue clandestina. Aunque nos proveía del mejor atún rojo que este vasto océano puede brindar, no podemos ser menos severas con este incumplimiento. — El abanico de la señora Sena vuelve en su rescate cuando regresan los sofocos.
— ¿Qué es de dicha nave ahora mismo? En caso de conocer su paradero deberíamos destruirla de inmediato. — Se apresuró a añadir Margaret Grim. Una mujer de pelo plateado que cargaba tras de sí noventa años que no aparentaba gracias a su vitalidad, aunque los surcos de su piel podían camuflarse en cualquier tronco de ciprés —. Yo misma podría encargarme de esa faena y aprovechar la madera, ¿de qué madera estamos hablando? — añadió con interés, los árboles eran el único interés real para Margaret.
— El barco naufragó, según se me ha informado hace escasas horas. Así que las Antiguas han hecho el trabajo sucio por nosotras. La madera, me temo, ha quedado inservible. Empapada.
— Entonces solo queda saber quién construyó dicha nave. — Agregó la matriarca del clan Connor, una mujer joven y fuerte, tanto de mente como de cuerpo, llamada Liss.
— En efecto. — Se limitó a responder Clara.
— Enviaremos drones de inmediato… — Aseguró Liss Connor, que parecía querer añadir algo más a su discurso cuando fue interrumpida por Rose Beem, una mujer menuda, de mediana edad. El clan Beem era el menos ostentoso de los cuatro y la familia no solía tener nada que agregar en las reuniones sociales y, mucho menos, en un debate dentro del capitolio. Así que no es de extrañar que, ante la interrupción, la señora Connor dejara de hablar y mirase con especial atención, junto con el resto de la sala, a Rose. Casi más por curiosidad que por la molestia de haber sido interrumpida.
— Es tarde, las mujeres de tierra firme merecen descansar, al fin y al cabo se parten el lomo cada día para alimentarnos y mantener, literalmente, estas islas a flote.
Todas en la sala se escandalizaron, era conocido que los Beem solían tratar con mujeres a la sombra de las islas, pero nunca se plantearon que pudieran defenderlas. Mucho menos, que fueran capaces de cuestionar que las casas de los clanes se mantuvieran en el firmamento gracias a esas pequeñas hormigas (desde las alturas eso parecían, correteando cada mañana para llegar a trabajar) y no por la gracia de las Antiguas y del Cáliz.
— Calma, calma… — repetía Clara —. ¡Silencio! — gritó finalmente, y la sala quedó, otra vez, muda. El viento que azotaba la isla cesó y los pinos dejaron de bailar —. El caso que nos acontece es grave, pero la señora Beem tiene razón — y, sin apartar la mirada de Rose, agregó —, en parte.
Clara, amante del poder, hace una pausa incómoda y continúa.
— Así que enviaremos a los Guardianes a primera hora. Por otro lado… — endulza su voz —, es una pena que no podamos obtener tanto atún rojo como antes… A lo mejor deberíamos de conceder un permiso especial, digo, para construir otro barco de madera que se dedique a esa faena. — El atún rojo era la comida favorita de Clara, gusto heredado de su abuela. — Parece que nuestra flota actual no es capaz de alejarse lo suficiente para capturar esa delicia.
— Ay, bonita, hace un momento querías arrasar toda la isla y ahora quieres construir otro barco de madera — espetó Margaret —. Hubieras empezado por ahí. Aunque no soy muy devota del atún, es cierto que las sardinas me encantan y, por algún motivo, últimamente tampoco están llegando sardinas a mi mesa. Con esto no quiero decir que no haya que buscar a la insensata constructora del barco naufragado, como mínimo nos debe una explicación, toda esa madera perdida… es imperdonable. — La señora Grim continuó su discurso con un brillo especial en la mirada, ama la madera y las historia de piratas —, podríamos diseñar un barco grandioso, una fragata, no, mejor aún, un galeón español.
— Se trata de un barco de pesca, querida, no de una flota de corsarios — contestó entre risas Rose —. Para el atún lo mejor será, obviamente, un atunero, y una trainera para las sardinas.
— Se nota quién sabe de pescado. Desde que abriste aquella pescadería estás curtida, Rose. — Comentó a carcajadas la señora Connor. Y sin ocultar el sarcasmo en sus palabras, continuó. — Quizás deberías mudarte a tierra firme, o a un barco.
La sala se inunda ahora de excéntricas carcajadas. Las matriarcas no tenían a bien que los Beem vagaran entre la multitud y, mucho menos, que hubieran abierto una pescadería en la ciudad. Aunque las marionetas de Sorah no conocían a las mujeres que movían los hilos, los actos de los Beem eran cuestionados cada día.
Tras algunos comentarios de menor importancia, las cuatro mujeres abandonaron el capitolio y se dirigieron a sus respectivas islas. No sin antes acordar retomar la reunión la mañana siguiente.
En casa de Dara la vela del comedor hace rato que había fallecido, la noche siguiente sería reemplazada por una de sus hermanas. La oscuridad reina ahora en cada habitación, hasta que el espejo de Margot decide dar un golpe de Estado y comienza a brillar tiñéndose de azul. Un hilo de agua salada escapa del cristal para ahogar la moqueta. Se enrosca en las esculpidas patas del catre y llega hasta la única manta que usa Margot para abrigarse.
— Buenas noches, nos vemos mañana. — Susurra el espejo, mientras la manta, cubierta de agua, arropa a la mujer calmando sus pesadillas.
Finalmente, el agua se escurre en silencio para volver al espejo, dejando tras de sí una manta y una moqueta secas como el desierto. Cuando la última gota de líquido atraviesa su reflejo, la oscuridad vuelve a custodiar la casa prolongando su reinado hasta la salida del sol. Una Margot calmada, liberada del tormento de su mente, duerme ahora plácidamente.
Dara se despierta de golpe justo cuando parecía que iba a poder cerrar este capítulo.
— ¿Quién está hablando? — Digo en un susurro.
Nadie contesta a la muchacha que se halla sola en su dormitorio.
— ¿Me estaré volviendo loca? — Musito, aunque en el silencio de la noche parece que estoy gritando.
Debe de referirse a algún fenómeno extraño, quizás a la rebeldía del espejo de la habitación contigua.
— ¿Qué cojones? Debo estar soñando…
Y así, con este improvisado diálogo, termina el segundo capítulo de esta historia.
— ¡Qué te calles! — Grité harta y con un sueño que no podía tenerme en pie, y la voz de mi cabeza cesó.