En el corazón del vasto y feroz océano, donde los vientos murmuran secretos ancestrales, se alza Sorah, una isla que desafía la razón. Una perla perdida, olvidada por las Antiguas, que flota en medio de la nada como refugio para el último vestigio de la humanidad.
Los habitantes de Sorah, custodios de una civilización avanzada y resplandeciente, recorren sus calles entre islas que tientan a la gravedad y máquinas que obedecen sus pensamientos. Sin embargo, más allá de las olas que acarician sus costas, todo se desmorona, pues cualquier tecnología en la isla está sujeta al Cáliz, un núcleo inamovible, de poder inagotable, ubicado en el corazón de la isla, y con un alcance limitado.
Fragmento del libro Crónicas del Mañana, de la biblioteca central de Sorah.
El verde de los pinos inunda la isla hasta tropezar en el borde con los acantilados que custodian las costas de Sorah. Sé que solo es posible acceder al mar por los tres puertos o las dos playas existentes, el resto de caminos me llevarían a la tumba. Y no sería la primera persona que se pudre en las afiladas rocas o en el fondo marino, esperando a ser devorada por las gaviotas o los cangrejos. Aunque desde mi ventana solo veo azul, un vasto e inmenso desierto azul que a veces embarga todos mis sentidos, estoy demasiado lejos de su sal. Nunca llegaré a él. Al menos nunca más.
En ocasiones, cierro los ojos y veo azul, los abro y ahí sigue, imperturbable: el océano. Algunos tratan de usar botes de remo para adentrarse en las aguas, pero, los que no vuelven a las pocas horas por agotamiento, nunca regresan para contar sus hazañas. A veces me siento tentada a salir corriendo y saltar al vacío, esperando esquivar las rocas y deseando que el mar me abrace y me enseñe que realmente, más allá de este litoral, hay vida.
Desde la muerte de mamá siempre he sentido que el mar me llama, como si ella no se hubiera ahogado nunca en él, como si se hubiera convertido en parte de él. Sin embargo, Margot ya no me permite acercarme a los precipicios, ni a la playa, ni a los muelles. La brisa marina hace ya tiempo que no roza mi piel; a Margot le da miedo que el mar, o mamá, me reclamen y entonces se quede sola en esta casa. No puedo evitar resoplar y apartar mi mirada de la ventana.
— Baja a cenar ya, la comida está en la mesa y estoy hambrienta — me avisa Margot desde la cocina. Y en el eco del corredor oigo, aunque ella cree que no he sido capaz de hacerlo, unas palabras que hacen que mis pasos pesen aún más que antes. —Esta niña a veces parece ser solo un saco de huesos movido por instinto.
Murió su esposa, pero también era mi madre, pienso. Egoísta como ella sola, siempre igual, no sé de qué me sorprendo.
— Estoy en camino — contesto desganada y con los ojos vidriosos. Aunque busque ignorarlo, me afecta.
Una vez en el comedor, nos sentamos a la mesa iluminada por una vela al borde de la extinción. Nuestra vida, como la de todas las de por aquí, contrasta con la de las matriarcas que, según los rumores de algunas afortunadas que trabajan para ellas, afirman que pueden controlar cualquier aparato con la mente y que llenan hasta arriba la mesa en cada comida, aunque se desperdicie casi todo. La última vez oí que solo paraban de pedir comida cuando los platos comenzaban a rozar el umbral de la mesa y temían que se resbalaran para caer al vacío, así como los pinos al borde de los acantilados. Como parte de nuestra rutina, mi querida madre, nótese la ironía, suele interesarse vagamente por mi día.
— ¿Has hecho algo hoy? — Parece que no soy lo suficientemente interesante como para que levante su mirada del plato.
— De casa al trabajo y del trabajo a casa, como siempre. — Respondo, desganada, como cada noche.
— Así me gusta Dara, es lo más seguro que podemos hacer, necesitamos dinero para mantener la casa y para comer ahora que Luna no está. Siento mucho que no encontraran nunca su cuerpo…
— Solo llevan diez días buscándola — el golpe en la mesa hace bailar la luz de la vela —, la hallarán y podremos darle el funeral que merece ante las Antiguas. — No puedo contenerme y una lágrima surca mis mejillas.
— …la mar es caprichosa — continúa, cómo no, como si yo no hubiera dicho nada —, ella conocía los riesgos y decidió seguir adelante, sin pensar en nosotras y en esta casa. Si quieren pescado que lo fabriquen con sus mentes, desgraciadas que solo saben beber ambrosía en sus palacios de mármol como si de diosas se trataran. — Siento la desesperación de esas palabras, el odio a las líderes de Sorah es evidente en su discurso. Yo también las odio. Me limpio la intrépida lágrima que ya se columpia en mi mentón.
— Yo también las odio. — me limito a añadir con la voz rota.
Para mí este no es un sentimiento nuevo. Al contrario que todas por aquí, siempre he sido reticente a las historietas que nos contaban de pequeñas. No puedes fiarte de alguien que vive en tierra que flota. En alguien que te ve como una mota de polvo, como una…
De pronto una luz blanca nos ciega y corta mis pensamientos.
— Espero que el estofado de garbanzos sea de tu gusto. — La voz de madre cambia súbitamente, ahora es temblorosa. Quizás temerosa sería un mejor adjetivo. No es para menos, los guardianes están observando.
— Por supuesto, mamá, este es mi plato favorito. Muchas gracias por prepararlo. — Mentira. Es el mismo estofado insulso de siempre, pero no tenemos mucho más donde elegir.
— Cómo no iba a hacerlo para mi niñita. — Esta última frase la dijo con alivio, observando como la luz se hacía cada vez más tenue y se alejaba de la ventana. Desde luego nunca protagonizaremos una obra de teatro. Al menos parece ser suficiente para calmar la curiosidad de la criatura.
— Joder, cada vez parecen estar más avispados estos drones.
He aquí otra cosa que odio: los drones. Criaturas tentaculares, gelatinosas y con cientos de ojos que iluminaban de una tonalidad u otra dependiendo de las circunstancias. Estos son los guardianes de Sorah, los chivatos de las altas esferas, aunque por aquí los conocemos como drones para abreviar; no tengo claro el motivo. Estos bichos constituyen una de las pocas partes que me creo de los cuentos de hadas, son bestias tangibles y oscuras. La primera vez que nos hablaron de ellos me reí muchísimo, ¿cómo iba a poder flotar aquella cosa que me describían? Me levanté y traté de imitar los movimientos de los tentáculos con mis brazos y, con una linterna, parodié la luz de esos asquerosos ojos. No fue hasta que la habitación se tiñó de rojo que mamá logró atraparme. Tras unos minutos en silencio, que parecieron años, porque sí, me cuesta mucho contener esta lengua, la estancia volvió a ser únicamente alumbrada por mi linterna. Al curiosear por la ventana ahí estaba, tal y como me lo habían pintado en los cuentos. Imperturbable, un guardián. Ese día tuve mi primera pesadilla. Y al despertarme de ella no pude más que dibujar aquella criatura, buscaba borrarla de mis pensamientos, de mi mente, pero fue en vano. Aquel guardián sigue estampado en mi retina y en mis sueños.
— Calla y recoge la mesa, es hora de dormir. — Me dice madre en un susurro. En ese momento una leve brisa apagó la vela que agonizaba en la mesa y nos quedamos a oscuras.
— ¿Ya? Si aún no he terminado de comer. Solo porque un dron haya venido a cotillear me toca ir a la cama con el estómago vacío, es ridículo. — Realmente estoy hambrienta, no voy a dejar que este incidente me deje sin comer otra noche. Aunque simplemente sea este pobre estofado.
— Bueno, si quieres cenar a oscuras allá tú.
Pasaron unos minutos y, finalmente, me fui a mi dormitorio tanteando las paredes.
Las mañanas eran tranquilas. Margot siempre salía de casa a las seis en punto, ni un minuto más tarde, a veces estaba preparada antes de tiempo, pero esperaba a que llegaran las en punto para partir. En ese preciso instante a Dara le sonaba el despertador y se ponía en marcha. Sin embargo, esta no era una de esas mañanas tranquilas, Margot se había quedado dormida, cosa que nunca había ocurrido. Las mujeres solo se despertaron cuando la puerta de la casa fue aporreada rítmicamente tres veces, con golpes secos que parecieron hacer temblar la fachada al completo. Cuando Margot llegó a la puerta y la abrió, solo pudo comenzar a llorar, una mujer de uniforme sostenía sobre sus manos el collar que llevaba Luna el día que desapareció.
— Hemos detenido todas las búsquedas, la damos por muerta.
Dicho esto, la agente le entregó el colgante a Margot y se giró para volver al vehículo, pero antes de subir al aerodeslizador, con un pie aún en tierra, miró al umbral de la puerta, donde ahora lloraban madre e hija desconsoladas, y gritó para que la oyeran.
— Señora, llega tarde a su puesto de trabajo, será amonestada. — Acto seguido se acomodó en la parte trasera del transporte y su piloto las sacó del lugar a gran velocidad.
Margot se limpió las lágrimas y subió corriendo las escaleras. Una vez en su habitación se desnudó frente a su espejo de pie, aunque no tenía tiempo, se tomó unos instantes para contemplar cada rincón de su cuerpo, cada cicatriz y lunar, cada lugar donde Luna la había besado alguna vez. Una lágrima brotó de su ojo izquierdo y comenzó a dibujar un camino serpenteante por su mejilla. Mientras tanto, Margot se dirigió hasta la percha en la que había dejado preparado su uniforme el día anterior, a la vez que su lágrima avanzaba imparable por su cara, fue poniéndose la ropa interior. La lágrima había caído por su mentón y comenzaba a deslizarse por sus pechos. Se puso los pantalones del uniforme y se abotonó la camisa, este era un trabajo automatizado para ella. Una vez terminó, cogió la americana, se puso los zapatos y volvió a mirarse al espejo. Por su parte, la lágrima había aprovechado los movimientos para caer sobre la moqueta.
En el reflejo vio el collar que había recuperado hacía escasos minutos y una tormenta de tristeza la visitó nuevamente. Brotó una nueva lágrima. La muerte de Luna está confirmada, hice bien en velarla estas once noches, se dijo. Antes de levantar la mirada de su reflejo, susurró:
— Yo soy el saco de huesos que se mueve por mera inercia — Y mentalmente se disculpó con su hija.
Se limpió la cara con las manos, evitando que la segunda lágrima tocara la moqueta. Nunca más volvió a llorar la muerte de su mujer. Salió de la habitación y bajó las escaleras apresurada.
— Hasta luego, llego tardísimo — Gritó para dentro de la casa mientras cerraba la puerta principal.
Al cerrar la puerta la casa quedó abandonada, el único movimiento en ella era el de la lágrima derramada sobre la moqueta, que se estaba deslizando para llegar hasta el espejo de pie. Una vez en su destino, la lágrima saltó dentro del metal pulido, dejando ondas en la superficie del mismo. El espejo se iluminó de un azul intenso.
— Nos vemos luego — la despedida del espejo salió por la ventana, llegando como un susurro a los oídos de la madre de Dara.
Mientras cruzaba el porche y también durante el camino hasta el trabajo, Margot le dio vueltas a aquella despedida, pues estaba casi segura de que la voz que le habló no fue la de su hija. Finalmente, se convenció de que serían imaginaciones, llegando así al trabajo una hora y dieciocho minutos tarde, lo nunca visto.
Tras entrar al edificio, Margot recibió la amonestación pertinente en forma de holograma sobre su mano: deberá trabajar dos horas y treinta y seis minutos más que le serán deducidos de su jornada. No vuelva a llegar tarde. Le dijo un avatar con voz chillona. Cuando llegó a su oficina se sentó tras su escritorio de nogal. No le importaba trabajar más, al fin y al cabo amaba su oficio. Toda su vida había sido adiestrada para la tarea de analizar, archivar e interpretar las historias de las Antiguas, las leyendas del mundo y los conocimientos olvidados. Aunque la tecnología en Sorah era la más avanzada jamás creada, estos oficios solo podían realizarlos humanos, pues a la Comadre — la inteligencia encargada de realizar prácticamente cualquier cosa en Sorah — le parecía un trabajo sin sentido y poco interesante; al fin y al cabo ya lo sabía todo.
Una de las tareas preferidas por la Comadre era la de clasificar a las personas según sus cualidades; así pues, le asigna a cada humano el destino que le aguardará desde que nace. El día en que Luna dio a luz el informe médico decía: niña, sana, 3,5 kg, oficio en pescadería. Esto no les sorprendió, al fin y al cabo Luna capitaneaba el Aquamarina, el pesquero más grande jamás construido, que a pesar de los avances se decidió construir a la vieja usanza: con madera de pino. Era propulsado por el viento que azotaba sus velas, o bien, cuando este amainaba, por remos. Las malas lenguas afirman que esta era una declaración de intenciones por parte de Luna, ya que al no depender de la energía del Cáliz, la embarcación era capaz de alejarse más que ninguna otra. El Aquamarina estaba tocado por las Antiguas, decían las viejas, envidiosos de que siempre que recogían las redes estas salieran a rebosar, volvían con al menos veinte atunes rojos cada vez — eso que las travesías no solían durar más de dos semanas — y nunca tenían ningún incidente. Sin embargo, en su último viaje estuvieron doce días sin pescar ni un percebe, por lo que decidieron adentrarse más en el horizonte. La siguiente noticia del Aquamarina llegó en forma de tablones destrozados y telas desvalijadas a la playa del Norte, el imponente navío había naufragado y todos habían muerto. El gran azul solo devolvió el collar de oro de Luna, nada más, tan siquiera un alma logró salir airosa de las zarpas marinas.
Dara, solía recordar con alegría aquellos días que Luna las aceptaba a Margot y a ella como tripulación. Amaba el olor a sal y la sensación de libertad que el Aquamarina le proporcionaba, estaba convencida de que la Comadre se había confundido en la asignación de su trabajo, pero nunca manifestaba estos pensamientos en voz alta. En su lugar, siempre llegaba puntual a la pescadería, lista para prepararlo todo y no fue distinta esta vez. A pesar de las malas noticias, salió antes que su madre de la casa y, para cuando Margot estaba abandonando el porche delantero, Dara estaba abriendo la puerta de atrás de la pescadería.
Lo primero es siempre estar bien equipada. Me coloco un delantal impermeable, un guante de malla en la mano izquierda y cojo mi cuchillo recién afilado con la derecha, para comenzar con el descabezado, la extracción de tripas y la limpieza de los atunes, tan puntual como siempre. Estoy hecha un reloj. Los atunes rojos son mi especialidad, manejo los 240 kg de este animal como si de una pluma se tratara, dos golpes suelen bastar para descabezarlos, lo limpio en tiempo récord y siempre logro unos filetes perfectos y sin espinas. Cuando termino con uno, comienzo con el siguiente que es aún más grande y pesado.
Estoy acostumbrada a tener que realizar esta tarea durante horas, un atún tras otro, sin embargo, esta vez solo tengo tres atunes, cincuenta sardinas y dos meros. Además, la gente parece desesperada por llevarse el pescado, tan rápido como lo expongo en las neveras, sale de estas dentro de bolsas. Menos el atún, este es siempre reservado para las islas flotantes.
— Las Antiguas nos castigan. — Oigo murmurar entrando en la pescadería a la dueña del local —. ¿Ya limpiaste todo el pescado Dara? — Dice dirigiéndose a mí con voz cansada.
— Afirmativo. — Respondo levantándome del taburete en el que observaba la foto del Aquamarina que siempre llevo conmigo.
Llevo trabajando en este local desde que tengo uso de razón y la señora Rose nunca ha cambiado. No es demasiado alta, pero lo compensa con la fuerza de su voz y el poder de su mirada. A primera vista puede parecer una señora entrañable, pero puedo garantizar que es de armas tomar.
— Pues no tengo mucho más que ofrecerte hoy, como esto siga así tendremos que echar el cierre. Cada vez llegan menos barcos agraciados, el mar ha dejado de ser bondadoso. — Baja el tono de voz y prosigue —, espero que al menos logren encontrar a tu madre pronto.
Pobre señora desafortunada, no va a saber dónde meterse después de que responda, el pensamiento es intrusivo, pero cierto.
— Está muerta. — Es la primera vez que lo admito en voz alta. Es extraño.
— Cielo santo, lo lamento muchísimo niña. Por las Antiguas. ¿Qué narices haces aquí entonces? Debes guardar luto. — Algo había cambiado en la expresión de Rose, pero no parecía tanto empatía como preocupación.
— No es necesario — quizás necesite un descanso, pero me niego a admitirlo, parar solo me hundiría, me rompería —. Si no trabajo no podremos mantener la casa. Rose, necesito el dinero. — Vuelvo a mirar la foto del Aquamarina, me da fuerza, me hace sentir que mamá está cerca.
Mamá ya no está.
— Lo lamento, Dara. El negocio está naufragando. — Se limita a añadir Rose, por su cara seguramente se da cuenta de que no escogió las mejores palabras para describir la situación de la pescadería.
— A veces miro al cielo y veo esas islas flotando y pienso, ¿cómo no se caen esas engreídas que todo lo tienen? — Me duelen los puños de la ira —, seguro ni se preocupan de que una tripulación entera haya muerto por llevar más comida a sus mesas. Aunque Rose es una vieja, no busca corregir mi ofensa, pero no me sorprende.
— Ya lo creo, niña, esas casas están bien atendidas y mimadas. Desde luego podrían compartir algo con nosotras, pero son avaras como ellas solas. Prefieren que todas muramos de hambre o de soledad antes que tender su mano.
La voz de Rose es oscura, como si supiera de verdad lo que pasa en las alturas, así que pregunto:
— ¿Has estado alguna vez allí arriba?
— ¿Qué tonterías dices, niña? Salgamos — la sigo —. Mira al cielo conmigo, ¿acaso crees que alguna de nosotras llegue hasta esas casas alguna vez? En mis años de vida no he pisado otra tierra que esta, querida. Esta bendita tierra firme.